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El monte de las ánimas   ¿Recordaría, alguna vez, la fatal necesidad del hombre de fechar el tiempo; la insensatez de oponer una efusiva cronología al tiempo; de medir lo que no se mide; de fraccionar el tiempo que es anterior a todas las muertes del hombre; de detenerlo para que, a partir de una cifra, se pueda rehacer la vida, el destino, los sueños? Andrés Rivera, En esta dulce tierra   El día que visitamos el Monte Longdon, la batalla se desplegó ante mí como uno de esos libros infantiles en los que las dobles páginas se hacen castillos y ciudades y casas embrujadas. Tantas veces había leído los episodios de la lucha por esa altura, una de las más sangrientas de la guerra, que sentía que pisaba terreno conocido. El Longdon es una elevación alargada salpicada de rocas, con una gran olla en el centro. La cresta Oeste está formada por una serie de hojas paralelas de rocas grises entre las que hay algo parecido a corredores. Hacia el Norte, una de esas rocas se transforma en un pequeño

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